Cocinás los cubitos de manzana con azúcar, manteca y una pizca de canela. Hay que revolver de a ratos, pero no te movés de la cacerola y dejás que el vapor dulce te humedezca la cara. Más allá del burbujeo de las manzanas, el trinar de los horneros y la canilla que cada tanto abrís para enjuagarte los dedos, la casa está callada; no se escucha la silla de mimbre rechinar, la tele murmurando bajito, el crujir de las hojas de diario, que van pasando desinteresadas apenas deteniéndose en la sección de deportes. Hoy estás sola. Y tampoco se escuchan los silencios: esos suspiros incesables, las conversaciones inconclusas, el alivio de poder abandonar las sonrisas forzadas cuando por fin llega la noche y lo único por hacer es echarse en la cama, cerrar los ojos y cerrar la boca, que ya es tiempo de dormir.
A la mañana, Lucas te ofreció acompañarlo a la oficina para que no te quedaras sola de nuevo; es el segundo día que sale a trabajar desde el último mes, y parece ser que ayer, la primera vez que te deja sola, te notó rara. Se dio cuenta de que no hiciste la cama en todo el día y de que no abriste las persianas, que solo tomaste café y que no retomaste el libro que habías empezado a leer al final del último trimestre ̶ el señalador seguía puesto en la misma página. Pero aunque te insistió mientras cenaban y te volvió a insistir cuando apagaron la luz del velador, y te despertó para insistirte nuevamente a las seis y media de la mañana, vestido de traje y con olor al perfume Polo que hacía tiempo no le notabas, no quisiste ir. Estoy bien, le dijiste acomodando la almohada. ¿Me prometés que hoy vas a hacer algo? Cocinar, escribir, regar las plantas, algo, linda. Sí, le dijiste.
Los cubitos de manzana ya están casi transparentes y apagás el fuego. A Lucas le encanta la torta de manzana; es la misma receta que horneaba tu abuela cuando eras chiquita. La hoja donde está esa torta es la más curtida, salpicada en almíbar y pegoteada con huellitas de manteca. Después de tantas veces de preparársela a Lucas, ya te la sabés de memoria.
Es el único gesto de amor que por el momento podés ofrecerle: una torta de manzana tibia, concebida por tus propias manos. Todavía no podés devolverle las caricias sugestivas que te confiere después de dar varias vueltas en la cama, o los besos que te planta en el cuello cuando te abraza por detrás, mientras te lavás los dientes frente al espejo y lo ves, deseándote con los ojos, hasta que enderezás los hombros y él entiende, él te deja tranquila en el baño. Esto es lo único que podés ofrecerle. Es lo único que podés engendrar.
Estirás la masa en el molde y volcás el relleno de cubitos almibarados, brillando con la luz del sol que se cuela por la ventana sin maceta. Tuviste que tirar las margaritas amarillas que antes decoraban los alféizares porque se te secaron todas. Lucas no sabe nada de plantas y vos, bueno, vos tenías la cabeza en otra parte. Ahora, el nido de horneros es lo único que adorna el frente de la casa. Cubrís las manzanas con el crumble y llevás la torta al horno.
Hay que dejarla dorar unos diez minutos, pero no te movés del cristal que guarece tu obra en proceso; la observás fijamente crecer bajo las luces áureas del horno, próspera, en camino. Lucas llega dentro de una hora, más o menos. Casi que sentís algo lindo: querés sorprenderlo. Por un segundo, desatendés la torta en el horno y mirás hacia el exterior de la ventana, como si el mero hecho de contemplar la cochera fuese capaz de regresarlo a casa antes de tiempo.
Y algo cae justo frente a tu mirada, una sombrita, como un fruto desprendido. Pestañeás varias veces, pero sabés que viste algo caer. Salís al jardín, frotándote las manos por un frío repentino.
Aún parada frente a la puerta, lo reconocés tumbado en el suelo. No te animás a acercarte. Levantás la vista y te fijás en el nido de barro montado sobre el alféizar de tu habitación, pero solo ves una cuevita oscura, solitaria. Nadie se asoma, nadie gorjea. Te acercás dando pasos cortos, pasos lentos, pero no está tan lejos, y pronto, demasiado pronto, llegás. Frente a tus pies reposa un pichón de hornero, muerto, rosado, sin plumas. Los párpados grises son como dos bolitas hinchadas. Tiene el pico abierto, las alas dobladas, la piel de gallina. Lo mirás con las manos abiertas, petrificadas, como si se te hubiera caído un plato. Se te tuercen las piernas y caés al suelo de rodillas, llorando frente al feto sin vida.
Adentro, la torta se te quema.