Rebrote
Ahora no puedes saberlo, pero algún día vas a comprar semillas de camelia. Una mañana, bien temprano, vas a acabarte la bolsa de tierra fértil, y como será sábado y sabrás que el día no te deparará muchas sorpresas, vas a lavar los platos del desayuno y partir hacia el vivero. El sol te va a enceguecer un poco mientras manejes por la ruta, y buscarás sin éxito los anteojos de sol en la guantera; no los vas a encontrar porque quedarán olvidados en la mesa del living, el vidrio ambarino reflejando la foto en la repisa de ese chiquito que jugaba en tu jardín.
Mientras la chica del vivero te cobre la bolsa de tierra, vas a perderte en el ulular de los móviles de caña que colgarán de una viga. Siempre te ha encantado el sonido del entrechocar de la madera, como cuando tu chiquito coloreaba con los lápices y sin quererlo te perdías en los firuletes desprolijos mientras tu mano derecha mecía el conjunto de lápices y sonaba, tiqui tiqui, el entrechocar de las maderas. Como una canción de cuna. Y sumida en ese mismo estado de somnolencia, tu mirada se va a posar involuntariamente en los paquetitos de semillas que lucirá una caja de cartón del mostrador. En la primera hilera de paquetes, vas a leer el nombre “camelia” y tus dedos tomarán el envoltorio pequeño. “Es la mejor época para sembrar camelia”, se va a apresurar a mencionar la chica para lograr que compres las semillas. Pero no será necesario que te convenza de nada: vas a apoyar el paquetito junto a la bolsa de tierra fértil y extraerás un billete arrugado del monedero.
Mucho tiempo después, el té de manzanilla te quemará los labios y vas a soplar. Vas a revolver una vez más con la cucharita, el azúcar del fondo compondrá un remolino y, paciente, volverás a apoyar el borde de la taza en tu boca para probar un sorbo con los ojos cerrados. Estará bien. Y saboreando la sensación abrasadora que el té extenderá por tu pecho, vas a inclinarte en la reposera.
Abrirás nuevamente los ojos. Detrás de la taza, podrás vislumbrar los pétalos dilatados de la camelia rosa. En la brisa del aire sentirás el dulce retorno de la primavera, y, cada tanto, también vas a escuchar el balbuceo del bebé de la vecina. Y allí estará, aflorada, exuberante, la camelia rosa en tu jardín. Porque sí, ahora no puedes saberlo, pero vas a plantar una camelia.
Tomarás el té contemplando el fruto de tu labor. Será uno de esos días inusuales del año que no se pueden calificar de frescos o de calurosos, y vas a sentarte en la única esquina soleada de la galería para tomar el té que exigirá la media tarde rezagada.
Ese día no vas a querer acercarte a elogiar la terminación perfecta de los pétalos acanalados, contar los últimos pimpollos sin abrir, escudriñar el estado de las hojas, verificar la humedad del montoncito de tierra que pronto cubrirán las hebras del césped. Sentada frente a la camelia, te mirarás las manos: los callos de las palmas que comprimieron la tierra; la línea del barro indeleble, como una media luna en el borde de las uñas; las arrugas extendidas como el pelambre de raíces que surgió de la maceta cuando trasplantaste el tallo primogénito; los dedos que se aferraron a la pala que cavó el sitial; las mismas manos que cargaron la regadera, brindaron los nutrientes, criaron la camelia. Ese día, en el rincón más exquisito de tu jardín, se erguirá finalmente la planta sana, frondosa y madura.
Pero vas a distinguir un dejo amargo en la lengua. Vas a observar el fondo de la taza que descansará en tu regazo, y pensarás que quizás es el té que se habrá enfriado con la llegada imperceptible de la sombra.
Se hará la hora de los silencios. Los mosquitos van a inaugurar la cacería nocturna, pero todavía no vas a querer entrar; preferirás permanecer en la quietud de tu jardín unos minutos más antes de volver a confinarte en los silencios de la casa. La noche se abrirá paso a través del sauce del fondo, la vecina encenderá las luces, y el coro de bichos nocturnos comenzará a desplegarse, como un murmuro, con los últimos violetas del atardecer.
Pero no lo sabes. Porque ese día aún está lejos.
Cuando cruces el marco de la puerta te recordarás observando a tu hijo guardar las cosas en su auto. Pensarás en el transcurso implacable de las primaveras que, como tejedoras invisibles, transformaron ese cuerpito que antaño jugaba en el jardín, nutriendo al brote que creció ante tus ojos, estirando el torso que dormitó entre tus brazos. Pensarás en la voz que se agravó con cada ocaso, el “mamá” que comenzó a espetar una boca de hombre, los vellos que nacieron, los años que avanzaron. El hijo que un día llegó de traje, prolijo, adulto, con el orgullo del primer trabajo en los hombros, que contemplaste, poco tiempo después, llenar las cajas, despojar el cuarto, cargar el baúl del auto que partió rumbo a su departamento nuevo.
Y te quedaste sola, parada en la puerta de una casa donde ya no quedaba nada que cuidar.
Ese día del que te hablo, vas a observar la camelia rosa una última vez antes de entrar en la cocina y abrigarte. Tu brote crecerá, colmará la tierra, se elevará con fuerza, rendirá frutos. Pero aún falta tiempo: aunque ansíes sentir de vuelta a un hijo entre tus brazos, no puedes apresurar a la naturaleza. Como tampoco pudiste retrasarla antes. Ese día pensarás en tu chiquito que se fue de casa y vas a suspirar aliviada: tu camelia estará arraigada al suelo.