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Lo amó en silencio. Lo amó desde el otro lado del banco de la plaza.
Lo observó contemplar las palomas que se reunían en sus pies a picotear las migas del pan casero.
A partir de esa mañana, se encontraron todas las mañanas, en el mismo banco de hierro de pintura verde descascarada. Las tablas del asiento permanecían frías antes de que sus cuerpos ocuparan el espacio vacío.

Lo conoció en verano, en sandalias y bermudas.
Ella tomaba el sol de la mañana, ese sol que convida un calor tenue, todavía pálido, que se abre paso entre los álamos plateados y las últimas flores de los jacarandás, antes del mediodía ardiente de enero.
Con los párpados cerrados y la sombra de ojos color verde surcada en las arrugas, se dejaba entibiecer.
Y a través de las risas de los chicos que corrían por la plaza, sobre los chirridos de las hamacas que balanceaba el viento, por encima del ulular de las palomas que se acercaban curiosas, escuchó un suspiro.
Abrió un ojo y allí lo vio, recostado en el otro lado del banco.
Él se volvió al sentir su mirada y le sonrió, sin hablar.
Sus ojos celestes, entre pestañas traslúcidas, la miraron.
Compartieron el verano entre pocas palabras, palomas y migas de pan, rodeados de chicos descalzos y juegos de colores.
Parece que él también quiso entretener sus manos y pronto comenzó a traerse la pipa en el bolsillo. Más tarde, también empezó a traerse un bastón.
Ella troceaba el pan y él fumaba.

Se enamoró en otoño.
Por entonces se traía un ovillo de lana y un par de agujas grandes, y sobre la falda tendía la bufanda roja que tenía empezada. Quería terminarla antes del invierno.
Cuando una hoja amarilla se posó sobre su hombro, giró la cabeza y no pudo evitar contemplarlo unos segundos.
Algo caliente se extendió por su pecho como un sorbo de té con miel.
Solo cuando él se volvió hacia ella, con los ojos achinados por el sol, la barba entrecana hundida en las mejillas, la pipa sosegada entre los labios secos, pudo correr la mirada.
Pasado un rato se dio cuenta de que aún sostenía las agujas inertes. No sabía cuándo había dejado de tejer, perdida en el dulce aroma del tabaco que desprendía el otro lado del banco.

Le regaló la bufanda en invierno.
Era una mañana helada. El propio sol se cubría con una manta de nubes grises.
Sin quererlo, se habían acercado un poquito más. El frío exigía el calor de los cuerpos, aunque todavía no llegaban a tocarse.
Había escondido el regalo adentro de su tapado de piel. Le llevó un rato animarse. Fue troceando el pan muy lentamente y esperó a que las palomas se comieran la última migaja antes de abrir los botones del abrigo y extraer la bufanda doblada.
Se la entregó estirando los brazos sobre el persistente espacio de banco que los separaba.
Él sonrió y enrolló su regalo alrededor de la polera. El rojo le sentaba bien.
Ella había imaginado que luego la tomaría de la mano, o que se acercaría un poco más y así podría apoyar la cabeza sobre su hombro de pipas y lana roja.
Pero la mañana transcurrió igual que siempre, sin palabras y mucho frío.

En primavera no volvió más.
Así, de un día para el otro, el otro lado del banco permaneció vacío.
La mañana dulce desprendía la frescura del césped recién cortado, la humedad de la tierra, la melosidad de la briza que sopla en septiembre.
Venía caminando por el sendero, sin medias y luciendo los tobillos desnudos, cuando ya de lejos vislumbró el banco desocupado.
Él solía llegar primero.
Se sentó con el presentimiento anudado en la garganta y abrió la bolsita de pan. Las palomas habituadas ya comenzaban a reunirse bajo sus pies.
Esa fue la primera mañana que se quedó sola. Y creyó que sería la única.
Pero la primavera pasó con el transcurrir de las flores lilas.
Y solo cuando los jacarandás comenzaron a impartir pétalos por el sendero de la plaza, ella entendió que se había ido.
Sentada en su lado de banco, contempló el cielo despejado, se besó las yemas de los dedos y sopló.
Le envió el beso que no había podido conferirle antes.

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