Vas a cerrar los ojos y tocarte el pelo suelto. Vas a recordar las manos de tu madre acariciando tu melena negra, larga hasta la cintura, y al igual que ella vas a peinarte con los dedos. Vas a deshacer suavemente cada nudo, recorriendo los mechones hasta la última hebra, como la caricia de un rayo de luz. Así vas a presentir sobre tu pelo el calor del sol, que a esa hora entibiará la calle donde vas a caer.
Vas a abrir tus ojos brunos y abrazarte los hombros. En el espejo del baño, verás reflejada la puerta. Aunque esté entornada, cualquiera sería capaz de descubrirte. Vas a apagar la lamparita del techo y, apenas iluminada por la luz de la rendija, tomarás el vestido que te esperará desplegado sobre el banquito de madera. Estremecida, vas a meter la cabeza y bañarte en tul. Apenas podrás ver tu contorno en el espejo y, aun así, sabrás que te quedará perfecto. Pero van a escucharse pasos en la cocina, y tendrás que arrodillarte rápido sobre la baldosa, que te palpará la piel descubierta: será la primera vez que reces sintiendo la textura de un suelo frío bajo las rodillas.
Vas a abrir los ojos y levantarte. El brillo de tu mirada se reflejará en el espejo como dos estrellas plateadas y, con un último vistazo, vas a salir. A través de la ventana de la sala, verás un pedacito de la calle transitada, que no te esperará llegar. No así vestida, no así de hermosa. Tendrás que aguardar unos segundos, adherida a la pared, para que tu corazón desbocado se calme y las pisadas cercanas se alejen.

Vas a cerrar los ojos con firmeza antes de avanzar. Tus pies descalzos cruzarán la alfombra, el camino de memoria, y se sentirá eterna la distancia con el exterior. Sin embargo, con las manos extendidas en el aire, vas a alcanzar la puerta de cedro. Y la leve presión de tu cuerpo la abrirá de par en par.
Vas a abrir los ojos y a sonreír. La brisa fresca te conocerá los brazos y el suelo empedrado te besará los pies. Vas a avanzar por la avenida hasta el mercado y se te antojará comer damascos. Vas a trotar entre las túnicas, bailar agitando tu melena, tu vestido amarillo tulipán, riéndote porque el viento te hará cosquillas. Una sombra con silueta de mujer se erguirá sobre la piedra y vas a descubrirte, vas a reconocer tu forma. Saludarás las caras cubiertas de negro que pasarán imperturbables y, aunque no puedas verlas, sabrás que todas ellas estarán sonriéndote también. Vas a llegar al puesto de frutas y, perdida entre la gente, tomarás un damasco reluciente de la cesta. Parada sobre el adoquín de la vereda, vas a hincarle los dientes y chorrearte el mentón y saborear la pulpa dulce, que se deshará entre tus labios. Todo se sentirá tan fresco y ardiente, que vas a llorar. Pero nada de eso perdurará.
Vas a cerrar los ojos cuando te atraviese la primera bala. El damasco se estrellará contra el asfalto. Tu cuerpo, en cambio, tardará unos segundos en caer. Como si quisieras extender la última caricia de sol sobre tu pelo, vas a inclinarte como un pétalo y, de a poco, te dejarás soplar.
Otro disparo. El vestido se teñirá del color de tu coraje, y así caerás al suelo con los tonos del ocaso, amarillo y rojo, y el damasco anaranjado junto a tus pies.
El 18 de agosto del 2021, el mismo día en que un portavoz talibán anunció que se “respetarían los derechos de las mujeres bajo la doctrina islámica”, una mujer de la provincia de Takhar, Afganistán, fue asesinada en medio de la calle por salir con ropa colorida y sin burka. Los medios internacionales aún no han reportado su nombre.