Se resbala el dedo que intenta marcar la secuencia en el teclado del teléfono público. Presiona dos teclas a la vez, un desliz involuntario que altera la cifra, un número errado que se deshace.
Vuelve a empezar.
El aire tembloroso que respira huele a plástico viciado. Teclea los números de casa otra vez, un poco más despacio, un poco más firme, para no equivocarse.
Ansía volver a guardar las manos frías en el bolsillo del buzo.
Termina la cifra, presiona llamar.
Entre el hombro y la oreja sostiene el teléfono.
Repiqueteo de estática, tono de espera, los ecos turbulentos de la expectativa. Imagina, tan lejos, el tono de llamada que suena en su casa, la mano que atiende, la voz que responde, la familia que siempre prometió estar, pero nunca estuvo.
Enreda los dedos en el bucle del cable, enfrascada en la cabina de vidrio empapelado: anuncios, avisos y notas, estampas de la decadencia que la gente resigna a las cabinas telefónicas.
Su mirada se pierde en los recortes efímeros de la calle que se cuela por los mosaicos de papel. El rumbo perpetuo del mundo solo frena ante la luz de los semáforos.
Se sobresalta: una voz le responde.
Pero pronto reconoce el contestador lacónico que proclama presencia pero no está disponible.
Su familia no atiende.
La confesión quedó atorada como un vómito amargo que debe tragar. Las palabras ensayadas se pierden, se olvidan con la desesperación.
Revuelve el monedero. Sus dedos entumecidos, sin esmalte, buscan otra limosna que penetra la rendija.
Marca de nuevo, tono de espera.
Ya no sabe si eso que escucha son sus propios latidos, trompadas que aturden, que golpean desde adentro, que ensordecen las bocinas, el rechinar de los frenos, el zumbido de un auto, el tono de espera.
Mientras sostiene el teléfono, observa los grafitis disgregados por la cabina.
Se detiene en el dibujo de una pija, boceto indeleble, retrato indistinto del hambre que esa noche se enredó entre sus piernas. Que la hizo sentir algo más lejos de todo.
Caducidad.
Vuelve a cortarse el tono de espera. Se le empañan los ojos y ya no vislumbra el grafiti obsceno.
Cuelga el teléfono.
Guarda las manos heladas en el bolsillo canguro, dos puños paralelos al vientre. Aferra el papel arrugado que no vuelve a mirar: ya contempló el resultado demasiado tiempo.
Está sola, abandonada con un accidente que poco a poco crece en su cuerpo.
Qué fácil es reprenderse a una misma la pasión desenfrenada de una noche roja. Pero qué difícil es pretender ser tu propia madre, cuando estás sola, desnuda, a merced de la depredación. La fragilidad del cuerpo es una marca que no siempre vemos.
Descuelga el teléfono otra vez.
Ahora se sienta en la mugre del piso, un rincón de chicles, meo, polvo y abandono.
Apoya el teléfono junto a la oreja. Suena el tono ininterrumpido.
Pero no marca.
Ella solo quiere esperar a que en casa encuentren las llamadas perdidas, a que marquen el número desconocido, a que llamen para escuchar lo que tiene que decirles.

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